jueves, 10 de marzo de 2016

La gallina degollada - Horacio Quiroga

Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio
Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca
abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a
cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras
el cerco al declinar, los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio,
poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma
hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los
ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo,
alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y
pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de
glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la
falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de
casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un
porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada
consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es
peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio,
creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció, bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero
en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía
más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando
la causa del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia,
el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso,
colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que
le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!… ¡sí!… —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que…?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creí cuando vi a su hijo. Respecto a la madre,
hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala
examinar bien.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota
que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en
lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su
salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las
convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban
malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no
alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el
primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas de dolorido amor, un loco anhelo de redimir de
una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitiose
el proceso de los dos mayores.
Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus
cuatro hijos.
Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo
abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero
chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta
inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían
truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían,
en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años
desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera
aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba, en razón de su
infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le
correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que
habían nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio
específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombres: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la
atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos— que
podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, me parece…
—Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, ¿no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida—, ¡pero yo tampoco, supongo!… ¡No faltaba más!…
—murmuró.
—¿Que no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir…
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus
almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro
desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complacencia, que la
pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidose casi
del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a
cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo.
No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora
afuera, con el de terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel
sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía
afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el
hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una
persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual,
atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado
a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los
vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban
casi todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia.
De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los
padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla
morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de
Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces?…
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa:
—¡No, no te creo tanto!
—Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti… ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?…
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un
padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! ¡Pero yo he tenido padres sanos! ¿Oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de
delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Ésos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡Eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico
quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló
instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como
pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera,
la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto hirientes fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala
noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró
desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la
sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta
degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre
este buen modo de conservar frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella.
Volviose, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la
operación. Rojo… rojo…
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y
felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuanto más intensos
eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio a pasear
por las quintas. Al bajar el sol volvieron, pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de
enfrente. Su hija escapose enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya
el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas
paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta.
Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidiose por una silla desfondada, pero faltaba aún.
Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble,
con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar
el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerro, entre sus manos
tirantes.
Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus
pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras una creciente sensación de gula bestial iba
cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo
logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintiose
cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltame! ¡Dejame! —gritó sacudiendo la pierna.
Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente.
Trató aún de sujetarse del borde, pero sintiose arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma… —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles
como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa
mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama —le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y
mientras Berta iba a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio:
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de
horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en
el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el
grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se
interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y
hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.



Horacio Quiroga

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