domingo, 10 de abril de 2016

El almohadón de plumas - Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló
sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero
estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta
estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a
conocer.
Durante tres meses —se habían casado en abril—, vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera
ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el
impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía no poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —
frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado.
Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella
sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa,
como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar
un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada
hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días
y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de su
marido. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó muy
lento la mano por la cabeza, y Alicia rompió enseguida en sollozos, echándole los brazos al cuello.
Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego
los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni
pronunciar una palabra.
Fue ése el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El
médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle con la voz todavía baja—. Tiene una gran
debilidad que no me explico. Y sin vómitos, nada… Si mañana se despierta como hoy, llámeme
enseguida.
Al otro día Alicia amanecía peor. Hubo consulta. Constatose una anemia de marcha agudísima,
completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte.
Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin que
se oyera el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz
encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba
sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama,
deteniéndose un instante en cada extremo a mirar a su mujer.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que
descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino
mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche quedó de repente con los ojos
fijos. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia lanzó un alarido de horror.
—¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de
estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido,
acariciándola por media hora temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide apoyado en la alfombra sobre los
dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa,
desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo.
En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro
la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio, y siguieron al comedor.
—Pst… —se encogió de hombros, desalentado, el médico de cabecera—. Es un caso
inexplicable… Poco hay que hacer…
—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en subdelirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en
las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en
síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas oleadas de sangre. Tenía
siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima.
Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso
que le tocaran la cama, ni aun que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaban
ahora en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama, y trepaban dificultosamente por la
colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces
continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no
se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el sordo retumbo de los eternos pasos de
Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, cuando entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato
extrañada el almohadón.
—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre aquél. Efectivamente, sobre la funda, a ambos
lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer y se quedó mirando a aquél, lívida y
temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
—¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.
—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor
Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito
de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre
las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y
viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su
trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi
imperceptible. La remoción diaria del almohadón sin duda había impedido al principio su desarrollo;
pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches,
había el monstruo vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas
condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no
es raro hallarlos en los almohadones de pluma.



Horacio Quiroga

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