domingo, 10 de abril de 2016

El almohadón de plumas - Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló
sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero
estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta
estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a
conocer.
Durante tres meses —se habían casado en abril—, vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera
ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el
impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía no poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —
frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado.
Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella
sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa,
como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar
un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada
hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días
y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de su
marido. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó muy
lento la mano por la cabeza, y Alicia rompió enseguida en sollozos, echándole los brazos al cuello.
Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego
los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni
pronunciar una palabra.
Fue ése el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El
médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle con la voz todavía baja—. Tiene una gran
debilidad que no me explico. Y sin vómitos, nada… Si mañana se despierta como hoy, llámeme
enseguida.
Al otro día Alicia amanecía peor. Hubo consulta. Constatose una anemia de marcha agudísima,
completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte.
Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin que
se oyera el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz
encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba
sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama,
deteniéndose un instante en cada extremo a mirar a su mujer.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que
descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino
mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche quedó de repente con los ojos
fijos. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia lanzó un alarido de horror.
—¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de
estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido,
acariciándola por media hora temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide apoyado en la alfombra sobre los
dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa,
desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo.
En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro
la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio, y siguieron al comedor.
—Pst… —se encogió de hombros, desalentado, el médico de cabecera—. Es un caso
inexplicable… Poco hay que hacer…
—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en subdelirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en
las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en
síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas oleadas de sangre. Tenía
siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima.
Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso
que le tocaran la cama, ni aun que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaban
ahora en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama, y trepaban dificultosamente por la
colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces
continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no
se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el sordo retumbo de los eternos pasos de
Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, cuando entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato
extrañada el almohadón.
—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente y se dobló sobre aquél. Efectivamente, sobre la funda, a ambos
lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer y se quedó mirando a aquél, lívida y
temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
—¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.
—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor
Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito
de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre
las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y
viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su
trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi
imperceptible. La remoción diaria del almohadón sin duda había impedido al principio su desarrollo;
pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches,
había el monstruo vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas
condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no
es raro hallarlos en los almohadones de pluma.



Horacio Quiroga

lunes, 4 de abril de 2016

El cuervo - Edgar Allan Poe

Una vez, en una taciturna media noche,

mientras meditaba débil y fatigado,

sobre un curioso y extraño volumen

de sabiduría antigua,

mientras cabeceaba, soñoliento,

de repente algo sonó,

como el rumor de alguien llamando

suavemente a la puerta de mi habitación.

>> Es alguien que viene a visitarme - murmuré

y  llama a la puerta de mi habitación.

Sólo eso, nada más. <<

 

Ah, recuerdo claramente

que era  en el negro Diciembre.

Y que cada chispazo de los truenos hacía

danzar en el suelo su espectro.

Ardientemente deseaba la aurora;

vagamente me proponía extraer

de mis libros una distracción para mi tristeza,

 para mi tristeza para mi Leonor perdida,

la rara y radiante joven

a quien los ángeles llamaban Leonor,

para quien, aquí, nunca más habrá nombre.

 

Y el incierto y triste crujir de la seda

de cada cortinaje de púrpura

me estremecía, me llenaba

de fantásticos temores nunca sentidos,

por lo que, a fin de calmar los latidos

de mi corazón, me embelesaba repitiendo:

>> Será un visitante que quiere entrar

y  llama a la puerta de mi habitación.

Algún visitante retrasado que quiere entrar

y  llama a la puerta de mi habitación.

          Eso debe ser, y nada más <<.

 

De repente, mi alma, se revistió de fuerza;

y  sin dudar más

dije:

>> Señor, o señora,

 les pido en verdad perdón;

pero lo cierto es que me adormecí y

habéis llamado tan suavemente

 y  tan débilmente habéis llamado

a la puerta de mi habitación

que no estaba seguro de haberos oído <<.

Abrí la puerta.

          Oscuridad y nada más.

 

Mirando a través de la sombra,

estuve mucho rato maravillado,

extrañado dudando, soñando más sueños que

ningún mortal se habría atrevido a soñar,

pero el silencio se rompió

y la quietud no hizo ninguna señal,

y  la única palabra allí hablada fue

la palabra dicha en un susurro >>¡Leonor!<<.

Esto dije susurrando, y el eco respondió

en un murmullo la palabra >>¡Leonor!<<.

          Simplemente esto y nada más.

 

Al entrar de nuevo en mi habitación,

toda mi alma abrasándose,

muy pronto de nuevo, oí una llamada

más fuerte que antes.

>> Seguramente -dije-, seguramente es

alguien en la persiana de mi ventana.

Déjame ver, entonces, lo que es,

y resolver este misterio;

que mi corazón se calme un momento

y averigüe este misterio.

          ¡ Es el viento y nada más.<<

 

Empujé la ventana hacia afuera,

cuando, con una gran agitación

y movimientos de alas

irrumpió un majestuoso cuervo

de los santos días de antaño.

No hizo ninguna reverencia;

no se paró ni dudó un momento;

pero, con una actitud de Lord o de Lady,

trepó sobre la puerta de mi habitación,

encima de  un busto de Blas,

encima de la puerta de mi habitación.

          Se posó y nada más.

  

Entonces aquel pájaro de ébano,

induciendo a sonreír mi triste ilusión

a causa de la grave y severa

solemnidad de su aspecto.

>> Aunque tu cresta sea lisa y rasa

-le dije-, tú no eres un cobarde <<.

Un torvo espectral y antiguo cuervo,

que errando llegas de la orilla de la noche.

Dime: >> ¿Cual es tu nombre señorial

en las orillas plutónicas de la noche?

El cuervo dijo: >> Nunca más <<.

 

Me maravillé al escuchar aquel desgarbado

volátil expresarse tan claramente,

aunque su respuesta tuviera

poco sentido y poca oportunidad;

porque hay que reconocer

que ningún humano o viviente

nunca  se hubiera preciado de ver

un pájaro encima de la puerta de su habitación.

          Con un nombre como >> Nunca más <<.

 

Pero el cuervo, sentado en solitario

en el plácido busto, sólo dijo

con aquellas palabras, como si con ellas

desparramara su alma.

No dijo entonces nada más,

no movió entonces ni una sola pluma.

Hasta que yo murmuré: >> Otros amigos

han volado ya antes  <<.

 

En la madrugada me abandonará,

como antes mis esperanzas han volado.

Entonces el pájaro dijo: >> Nunca más <<.

 

Estremecido por la calma,

rota por una réplica tan bien dada,

dije: >> Sin duda <<.

Esto que ha dicho

es todo su fondo y su bagaje,

tomado de cualquier infeliz maestro

al que el impío desastre

siguió rápido y siguió más rápido

hasta que sus acciones fueron

un refrán único.

 

Hasta que los cánticos fúnebres

de su esperanza, llevaran la melancólica carga de

>> Nunca - nunca más <<.

Pero el cuervo, induciendo todavía

mi ilusión a sonreír,

me impulsó a empujar de súbito

una silla de cojines delante del pájaro,

del busto y la puerta;

entonces, sumergido en el terciopelo,

empecé yo mismo a encadenar

ilusión tras ilusión, pensando

en lo que aquel siniestro pájaro de antaño

quería decir al gemir >> Nunca más <<.

 

Me senté, ocupado en averiguarlo,

pero sin pronunciar una sílaba

frente al ave cuyos fieros ojos, ahora,

quemaban lo más profundo de mi pecho;

esto y más conjeturaba,

sentado con la cabeza reclinada cómodamente.

Tendido en los cojines de terciopelo

que reflejaban la luz de la lámpara.

Pero en cuyo terciopelo violeta,

reflejando la luz de la lámpara,

ella no se sentará ¡ ah, nunca más!

 

Entonces, creo, el aire se volvió

más denso, perfumado por un invisible incienso

brindado por serafines cuyas pisadas

sonaban en el alfombrado.

>> Miserable -grité-. Tu dios te ha permitido,

a través de estos ángeles te ha dado un descanso.

Descanso y olvido de las memorias de Leonor.

Bebe, oh bebe este buen filtro,

y olvida esa Leonor perdida.

El cuervo dijo: >> Nunca más <<.

 

>> Profeta -dije- ser maligno,

pájaro o demonio, siempre profeta,

si el tentador te ha enviado,

o la tempestad te ha empujado hacia estas costas,

desolado, aunque intrépido,

hacia esta desierta tierra encantada,

hacia esta casa tan frecuentada

por el honor. Dime la verdad, te lo imploro.

 

¿ Hay, hay bálsamo en Galad? ¡Dime,

dime, te lo ruego ! <<.

          El cuervo dijo: >> Nunca más <<.

 

>> Profeta -dije-, ser maligno,

pájaro o demonio, siempre profeta,

por ese cielo que se cierne sobre nosotros,

por ese dios que ambos adoramos,

dile a esta pobre alma cargada

de angustia, si en el lejano Edén

podré abrazar a una joven santificada

a quien los ángeles llaman Leonor,

abrazar a una  preciosa y radiante

doncella a quien los ángeles llaman Leonor <<.

          El cuervo dijo: >> Nunca más <<.

 

>> Que esta palabra sea la señal de nuestra separación,

 pájaro o demonio - grité

incorporándome.

¡ Vuelve a la tempestad

y la ribera plutoniana de la noche!

No dejes ni una pluma negra como prenda

de la mentira que ha dicho tu alma.

¡ Deja intacta mi soledad!

¡ Aparta tu busto de mi puerta!

¡ Aparta tu pico de mi corazón,

aleja tu forma de mi puerta! <<.

          El cuervo dijo: >> Nunca más <<.

 

Y el cuervo sin revolotear, todavía posado,

todavía posado,

en el pálido busto de Palas

encima de la puerta de mi habitación,

sus ojos teniendo todo el parecido

del demonio en que está soñando,

y  la luz de la lámpara que le cae encima,

proyecta en el suelo su sombra.

Y mi alma, de la sombra que yace flotando

en el suelo no se levantará...

          ¡ Nunca más !



Edgar Allan Poe

jueves, 10 de marzo de 2016

La gallina degollada - Horacio Quiroga

Todo el día, sentados en el patio en un banco, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio
Mazzini-Ferraz. Tenían la lengua entre los labios, los ojos estúpidos y volvían la cabeza con la boca
abierta.
El patio era de tierra, cerrado al oeste por un cerco de ladrillos. El banco quedaba paralelo a él, a
cinco metros, y allí se mantenían inmóviles, fijos los ojos en los ladrillos. Como el sol se ocultaba tras
el cerco al declinar, los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio,
poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma
hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.
Otras veces, alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando al tranvía eléctrico. Los
ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo,
alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y
pasaban todo el día sentados en su banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de
glutinosa saliva el pantalón.
El mayor tenía doce años, y el menor ocho. En todo su aspecto sucio y desvalido se notaba la
falta absoluta de un poco de cuidado maternal.
Esos cuatro idiotas, sin embargo, habían sido un día el encanto de sus padres. A los tres meses de
casados, Mazzini y Berta orientaron su estrecho amor de marido y mujer, y mujer y marido, hacia un
porvenir mucho más vital: un hijo. ¿Qué mayor dicha para dos enamorados que esa honrada
consagración de su cariño, libertado ya del vil egoísmo de un mutuo amor sin fin ninguno y, lo que es
peor para el amor mismo, sin esperanzas posibles de renovación?
Así lo sintieron Mazzini y Berta, y cuando el hijo llegó, a los catorce meses de matrimonio,
creyeron cumplida su felicidad. La criatura creció, bella y radiante, hasta que tuvo año y medio. Pero
en el vigésimo mes sacudiéronlo una noche convulsiones terribles, y a la mañana siguiente no conocía
más a sus padres. El médico lo examinó con esa atención profesional que está visiblemente buscando
la causa del mal en las enfermedades de los padres.
Después de algunos días los miembros paralizados recobraron el movimiento; pero la inteligencia,
el alma, aun el instinto, se habían ido del todo; había quedado profundamente idiota, baboso,
colgante, muerto para siempre sobre las rodillas de su madre.
—¡Hijo, mi hijo querido! —sollozaba ésta, sobre aquella espantosa ruina de su primogénito.
El padre, desolado, acompañó al médico afuera.
—A usted se le puede decir; creo que es un caso perdido. Podrá mejorar, educarse en todo lo que
le permita su idiotismo, pero no más allá.
—¡Sí!… ¡sí!… —asentía Mazzini—. Pero dígame: ¿Usted cree que es herencia, que…?
—En cuanto a la herencia paterna, ya le dije lo que creí cuando vi a su hijo. Respecto a la madre,
hay allí un pulmón que no sopla bien. No veo nada más, pero hay un soplo un poco rudo. Hágala
examinar bien.
Con el alma destrozada de remordimiento, Mazzini redobló el amor a su hijo, el pequeño idiota
que pagaba los excesos del abuelo. Tuvo asimismo que consolar, sostener sin tregua a Berta, herida en
lo más profundo por aquel fracaso de su joven maternidad.
Como es natural, el matrimonio puso todo su amor en la esperanza de otro hijo. Nació éste, y su
salud y limpidez de risa reencendieron el porvenir extinguido. Pero a los dieciocho meses las
convulsiones del primogénito se repetían, y al día siguiente amanecía idiota.
Esta vez los padres cayeron en honda desesperación. ¡Luego su sangre, su amor estaban
malditos! ¡Su amor, sobre todo! Veintiocho años él, veintidós ella, y toda su apasionada ternura no
alcanzaba a crear un átomo de vida normal. Ya no pedían más belleza e inteligencia como en el
primogénito; ¡pero un hijo, un hijo como todos!
Del nuevo desastre brotaron nuevas llamaradas de dolorido amor, un loco anhelo de redimir de
una vez para siempre la santidad de su ternura. Sobrevinieron mellizos, y punto por punto repitiose
el proceso de los dos mayores.
Mas, por encima de su inmensa amargura, quedaba a Mazzini y Berta gran compasión por sus
cuatro hijos.
Hubo que arrancar del limbo de la más honda animalidad, no ya sus almas, sino el instinto mismo
abolido. No sabían deglutir, cambiar de sitio, ni aun sentarse. Aprendieron al fin a caminar, pero
chocaban contra todo, por no darse cuenta de los obstáculos. Cuando los lavaban mugían hasta
inyectarse de sangre el rostro. Animábanse sólo al comer, o cuando veían colores brillantes u oían
truenos. Se reían entonces, echando afuera lengua y ríos de baba, radiantes de frenesí bestial. Tenían,
en cambio, cierta facultad imitativa; pero no se pudo obtener nada más.
Con los mellizos pareció haber concluido la aterradora descendencia. Pero pasados tres años
desearon de nuevo ardientemente otro hijo, confiando en que el largo tiempo transcurrido hubiera
aplacado a la fatalidad.
No satisfacían sus esperanzas. Y en ese ardiente anhelo que se exasperaba, en razón de su
infructuosidad, se agriaron. Hasta ese momento cada cual había tomado sobre sí la parte que le
correspondía en la miseria de sus hijos; pero la desesperanza de redención ante las cuatro bestias que
habían nacido de ellos, echó afuera esa imperiosa necesidad de culpar a los otros, que es patrimonio
específico de los corazones inferiores.
Iniciáronse con el cambio de pronombres: tus hijos. Y como a más del insulto había la insidia, la
atmósfera se cargaba.
—Me parece —díjole una noche Mazzini, que acababa de entrar y se lavaba las manos— que
podrías tener más limpios a los muchachos.
Berta continuó leyendo como si no hubiera oído.
—Es la primera vez —repuso al rato— que te veo inquietarte por el estado de tus hijos.
Mazzini volvió un poco la cara a ella con una sonrisa forzada:
—De nuestros hijos, me parece…
—Bueno; de nuestros hijos. ¿Te gusta así? —alzó ella los ojos.
Esta vez Mazzini se expresó claramente:
—Creo que no vas a decir que yo tenga la culpa, ¿no?
—¡Ah, no! —se sonrió Berta, muy pálida—, ¡pero yo tampoco, supongo!… ¡No faltaba más!…
—murmuró.
—¿Que no faltaba más?
—¡Que si alguien tiene la culpa, no soy yo, entiéndelo bien! Eso es lo que te quería decir.
Su marido la miró un momento, con brutal deseo de insultarla.
—¡Dejemos! —articuló, secándose por fin las manos.
—Como quieras; pero si quieres decir…
—¡Berta!
—¡Como quieras!
Éste fue el primer choque y le sucedieron otros. Pero en las inevitables reconciliaciones, sus
almas se unían con doble arrebato y locura por otro hijo.
Nació así una niña. Vivieron dos años con la angustia a flor de alma, esperando siempre otro
desastre. Nada acaeció, sin embargo, y los padres pusieron en ella toda su complacencia, que la
pequeña llevaba a los más extremos límites del mimo y la mala crianza.
Si aún en los últimos tiempos Berta cuidaba siempre de sus hijos, al nacer Bertita olvidose casi
del todo de los otros. Su solo recuerdo la horrorizaba, como algo atroz que la hubieran obligado a
cometer. A Mazzini, bien que en menor grado, pasábale lo mismo.
No por eso la paz había llegado a sus almas. La menor indisposición de su hija echaba ahora
afuera, con el de terror de perderla, los rencores de su descendencia podrida. Habían acumulado hiel
sobrado tiempo para que el vaso no quedara distendido, y al menor contacto el veneno se vertía
afuera. Desde el primer disgusto emponzoñado habíanse perdido el respeto; y si hay algo a que el
hombre se siente arrastrado con cruel fruición, es, cuando ya se comenzó, a humillar del todo a una
persona. Antes se contenían por la mutua falta de éxito; ahora que éste había llegado, cada cual,
atribuyéndolo a sí mismo, sentía mayor la infamia de los cuatro engendros que el otro habíale forzado
a crear.
Con estos sentimientos, no hubo ya para los cuatro hijos mayores afecto posible. La sirvienta los
vestía, les daba de comer, los acostaba, con visible brutalidad. No los lavaban casi nunca. Pasaban
casi todo el día sentados frente al cerco, abandonados de toda remota caricia.
De este modo Bertita cumplió cuatro años, y esa noche, resultado de las golosinas que era a los
padres absolutamente imposible negarle, la criatura tuvo algún escalofrío y fiebre. Y el temor a verla
morir o quedar idiota, tornó a reabrir la eterna llaga.
Hacía tres horas que no hablaban, y el motivo fue, como casi siempre, los fuertes pasos de
Mazzini.
—¡Mi Dios! ¿No puedes caminar más despacio? ¿Cuántas veces?…
—Bueno, es que me olvido; ¡se acabó! No lo hago a propósito.
Ella se sonrió, desdeñosa:
—¡No, no te creo tanto!
—Ni yo, jamás, te hubiera creído tanto a ti… ¡tisiquilla!
—¡Qué! ¿Qué dijiste?…
—¡Nada!
—¡Sí, te oí algo! Mira: ¡no sé lo que dijiste; pero te juro que prefiero cualquier cosa a tener un
padre como el que has tenido tú!
Mazzini se puso pálido.
—¡Al fin! —murmuró con los dientes apretados—. ¡Al fin, víbora, has dicho lo que querías!
—¡Sí, víbora, sí! ¡Pero yo he tenido padres sanos! ¿Oyes?, ¡sanos! ¡Mi padre no ha muerto de
delirio! ¡Yo hubiera tenido hijos como los de todo el mundo! ¡Ésos son hijos tuyos, los cuatro tuyos!
Mazzini explotó a su vez.
—¡Víbora tísica! ¡Eso es lo que te dije, lo que te quiero decir! ¡Pregúntale, pregúntale al médico
quién tiene la mayor culpa de la meningitis de tus hijos: mi padre o tu pulmón picado, víbora!
Continuaron cada vez con mayor violencia, hasta que un gemido de Bertita selló
instantáneamente sus bocas. A la una de la mañana la ligera indigestión había desaparecido, y como
pasa fatalmente con todos los matrimonios jóvenes que se han amado intensamente una vez siquiera,
la reconciliación llegó, tanto más efusiva cuanto hirientes fueran los agravios.
Amaneció un espléndido día, y mientras Berta se levantaba escupió sangre. Las emociones y mala
noche pasada tenían, sin duda, gran culpa. Mazzini la retuvo abrazada largo rato, y ella lloró
desesperadamente, pero sin que ninguno se atreviera a decir una palabra.
A las diez decidieron salir, después de almorzar. Como apenas tenían tiempo, ordenaron a la
sirvienta que matara una gallina.
El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta
degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia (Berta había aprendido de su madre
este buen modo de conservar frescura a la carne), creyó sentir algo como respiración tras ella.
Volviose, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la
operación. Rojo… rojo…
—¡Señora! Los niños están aquí, en la cocina.
Berta llegó; no quería que jamás pisaran allí. ¡Y ni aun en esas horas de pleno perdón, olvido y
felicidad reconquistada, podía evitarse esa horrible visión! Porque, naturalmente, cuanto más intensos
eran los raptos de amor a su marido e hija, más irritado era su humor con los monstruos.
—¡Que salgan, María! ¡Échelos! ¡Échelos, le digo!
Las cuatro pobres bestias, sacudidas, brutalmente empujadas, fueron a dar a su banco.
Después de almorzar, salieron todos. La sirvienta fue a Buenos Aires, y el matrimonio a pasear
por las quintas. Al bajar el sol volvieron, pero Berta quiso saludar un momento a sus vecinas de
enfrente. Su hija escapose enseguida a casa.
Entretanto los idiotas no se habían movido en todo el día de su banco. El sol había traspuesto ya
el cerco, comenzaba a hundirse, y ellos continuaban mirando los ladrillos, más inertes que nunca.
De pronto, algo se interpuso entre su mirada y el cerco. Su hermana, cansada de cinco horas
paternales, quería observar por su cuenta. Detenida al pie del cerco, miraba pensativa la cresta.
Quería trepar, eso no ofrecía duda. Al fin decidiose por una silla desfondada, pero faltaba aún.
Recurrió entonces a un cajón de kerosene, y su instinto topográfico hízole colocar vertical el mueble,
con lo cual triunfó.
Los cuatro idiotas, la mirada indiferente, vieron cómo su hermana lograba pacientemente dominar
el equilibrio, y cómo en puntas de pie apoyaba la garganta sobre la cresta del cerro, entre sus manos
tirantes.
Viéronla mirar a todos lados, y buscar apoyo con el pie para alzarse más.
Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus
pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras una creciente sensación de gula bestial iba
cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña, que habiendo
logrado calzar el pie, iba ya a montar a horcajadas y a caerse del otro lado, seguramente, sintiose
cogida de la pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo.
—¡Soltame! ¡Dejame! —gritó sacudiendo la pierna.
Pero fue atraída.
—¡Mamá! ¡Ay, mamá! ¡Mamá, papá! —lloró imperiosamente.
Trató aún de sujetarse del borde, pero sintiose arrancada y cayó.
—Mamá, ¡ay! Ma… —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles
como si fueran plumas, y los otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa
mañana se había desangrado a la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida segundo por segundo.
Mazzini, en la casa de enfrente, creyó oír la voz de su hija.
—Me parece que te llama —le dijo a Berta.
Prestaron oído, inquietos, pero no oyeron más. Con todo, un momento después se despidieron, y
mientras Berta iba a dejar su sombrero, Mazzini avanzó en el patio:
—¡Bertita!
Nadie respondió.
—¡Bertita! —alzó más la voz, ya alterada.
Y el silencio fue tan fúnebre para su corazón siempre aterrado, que la espalda se le heló de
horrible presentimiento.
—¡Mi hija, mi hija! —corrió ya desesperado hacia el fondo. Pero al pasar frente a la cocina vio en
el piso un mar de sangre. Empujó violentamente la puerta entornada, y lanzó un grito de horror.
Berta, que ya se había lanzado corriendo a su vez al oír el angustioso llamado del padre, oyó el
grito y respondió con otro. Pero al precipitarse en la cocina, Mazzini, lívido como la muerte, se
interpuso, conteniéndola:
—¡No entres! ¡No entres!
Berta alcanzó a ver el piso inundado de sangre. Sólo pudo echar sus brazos sobre la cabeza y
hundirse a lo largo de él con un ronco suspiro.



Horacio Quiroga

martes, 8 de marzo de 2016

Ulalume - Edgar Allan Poe

Los cielos estaban cenicientos y lúgubres.
 Los follajes crispados y huraños.
 Las hojas marchitas y secas.
 Era una noche del solitario octubre,
 Del más inmemorial de los años.

 Fue cerca del oscuro lago de Áuber,
 En la región brumosa de Weir,
 Junto a la ciénaga brumosa de Áuber,
 En el bosque embrujado de Weir.

 A través de un paseo titánico de cipreses
 Vagaba yo en soledad con mi alma;
 De cipreses, con Psiquis, mi alma.
 Mi corazón era entonces volcánico,
 Como las escorias que ruedan en los ríos,
 Como las lavas que ruedan intranquilas

 En las sulfúreas corrientes del Yaanek,
 En los últimos climas del polo
 Que gimiendo mientras bajan rodando el monte Yaanek
 En los reinos del polo boreal.

 Nuestra charla había sido grave y moderada,
 Pero nuestros pensamientos estaban paralizados y marchitos;
 Nuestros recuerdos, inciertos y gastados,
 Pues no sabíamos que el mes era octubre
 Ni advertimos la noche del año
 (¡Ah, noche entre todas las noches del año!)
 No vimos el oscuro lago de Áuber
 (Aunque ya habíamos bajado por allí).
 No recordamos la húmeda ciénaga de Áuber
 Ni el bosque embrujado de Áuber.

 Y entonces, cuando la noche envejecía,
 Cuando el cuadrante astral señala la mañana,
 Al fin de nuestra senda,
 Un lácteo fulgor nacido
 Fuera del cual un milagroso creciente
 Se alza con doble cuerno:
 El creciente diamantino de Astarté
 Claro y con su doble cuerno.
 Y le dije: "Es más tibia que Diana:
 Flota en un éter de suspiros,
 Ríe en una región de suspiros:
 Ella ha visto que las lágrimas no se secan,
 Aquellas mejillas donde los gusanos nunca mueren,
 Y ha pasado por las estrellas del León
 Para señalarnos la senda de los cielos
 De la paz leteana del Cielo;
 Sube a pesar del León
 Brillando sobre nosotros con su mirada confiada,
 Sube sin temer el cubil del León,
 ¡Con amor en sus ojos radiantes!
 
 Pero Psiquis, levantando su dedo dice:
 "De esa estrella, oh mortal, desconfía:
 De su extraña palidez yo desconfío.
 ¡Oh!, ¡apresúrate! ¡No meditemos!
 ¡Oh!, ¡vuela! ¡Ven!, huyamos; debemos hacerlo"
 Aterrorizada habló, dejándome por el polvo.
 Todavía ellos, apesadumbradamente, las arrastraban por el polvo.

 Yo contesté: "Esto no es nada sino un sueño;
 Sigamos su trémula luz;
 Sigamos bañándonos en su cristalina luz;
 En su sibilino esplendor está brillando
 La Esperanza y la Belleza de esta noche.
 ¡Veo sus alas subir al firmamento a través de la noche!
 Confiémonos en su resplandor
 Y con seguridad nos llevará felizmente.
 ¡Confiémonos en un resplandor
 Que no puede sino guiarnos con acierto
 Cuando sube al Cielo en medio de la Noche!"

 Así calmando a Psiquis, la besé,
 Intenté alejar su melancolía
 Y vencí sus escrúpulos y tristeza;
 Pero estábamos parados a la puerta de una tumba;
 Cerca de la puerta de una legendaria tumba.
 Y yo dije: "¿Qué lees, dulce hermana,
 En la puerta de esa legendaria tumba?"
 Y ella dijo: "Ulalume, Ulalume.
 ¡Es la tumba de tu perdida Ulalume!"

 Sentí mi corazón lúgubre y yerto
 Como cuando las hojas se crispaban,
 Como cuando las hojas estaban marchitas y secas.
 Y yo grité: "¡Será seguramente octubre!"
 Fue una noche idéntica, hace un año
 Cuando viajé, cuando descendí hasta aquí..
 Llevando una terrible carga.
 ¡Aquella noche, aquella noche del año!
 ¡Oh!, ¿qué demonio me trae hasta aquí?
 Reconozco la ciénaga de Áuber
 Y la región brumosa de Weir;
 Bien conozco ahora que ésta es la ciénaga de Áuber
 y aquél el embrujado bosque de Weir!



Edgar Allan Poe

domingo, 6 de marzo de 2016

Berenice - Edgar Allan Poe

Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas.
Ebnaiat

La desdicha es diversa. La desgracia cunde multiforme sobre la tierra. Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste y también tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Pero así como en la ética el mal es una consecuencia del bien, así, en realidad, de la alegría nace la pena. O la memoria de la pasada beatitud es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido.
Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido. Sin embargo, no hay en mi país torres más venerables que mi melancólica y gris heredad. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios, y en muchos detalles sorprendentes, en el carácter de la mansión familiar en los frescos del salón principal, en las colgaduras de los dormitorios, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero especialmente en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca y, por último, en la peculiarísima naturaleza de sus libros, hay elementos más que suficientes para justificar esta creencia.
Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con este aposento y con sus volúmenes, de los cuales no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero es simplemente ocioso decir que no había vivido antes, que el alma no tiene una existencia previa. ¿Lo negáis? No discutiremos el punto. Yo estoy convencido, pero no trato de convencer. Hay, sin embargo, un recuerdo de formas aéreas, de ojos espirituales y expresivos, de sonidos musicales, aunque tristes, un recuerdo que no será excluido, una memoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, insegura, y como una sombra también en la imposibilidad de librarme de ella mientras brille el sol de mi razón.
En ese aposento nací. Al despertar de improviso de la larga noche de eso que parecía, sin serlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extraños dominios del pensamiento y la erudición monásticos, no es raro que mirara a mi alrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi infancia entre libros y disipara mi juventud en ensoñaciones; pero sí es raro que transcurrieran los años y el cenit de la virilidad me encontrara aún en la mansión de mis padres; sí, es asombrosa la paralización que subyugó las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión total que se produjo en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades terrenales me afectaban como visiones, y sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundo de los sueños se tornaron, en cambio, no en pasto de mi existencia cotidiana, sino realmente en mi sola y entera existencia.
Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la heredad paterna. Pero crecimos de distinta manera: yo, enfermizo, envuelto en melancolía; ella, ágil, graciosa, desbordante de fuerzas; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro; yo, viviendo encerrado en mí mismo y entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosa meditación; ella, vagando despreocupadamente por la vida, sin pensar en las sombras del camino o en la huida silenciosa de las horas de alas negras. ¡Berenice! Invoco su nombre... ¡Berenice! Y de las grises ruinas de la memoria mil tumultuosos recuerdos se conmueven a este sonido. ¡Ah, vívida acude ahora su imagen ante mí, como en los primeros días de su alegría y de su dicha! ¡Ah, espléndida y, sin embargo, fantástica belleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Y entonces, entonces todo es misterio y terror, y una historia que no debe ser relatada. La enfermedad -una enfermedad fatal- cayó sobre ella como el simún, y mientras yo la observaba, el espíritu de la transformación la arrasó, penetrando en su mente, en sus hábitos y en su carácter, y de la manera más sutil y terrible llegó a perturbar su identidad. ¡Ay! El destructor iba y venía, y la víctima, ¿dónde estaba? Yo no la conocía o, por lo menos, ya no la reconocía como Berenice.
Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por la primera y fatal, que ocasionó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, debe mencionarse como la más afligente y obstinada una especie de epilepsia que terminaba no rara vez en catalepsia, estado muy semejante a la disolución efectiva y de la cual su manera de recobrarse era, en muchos casos, brusca y repentina. Entretanto, mi propia enfermedad -pues me han dicho que no debo darle otro nombre-, mi propia enfermedad, digo, crecía rápidamente, asumiendo, por último, un carácter monomaniaco de una especie nueva y extraordinaria, que ganaba cada vez más vigor y, al fin, obtuvo sobre mí un incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si así debo llamarla, consistía en una irritabilidad morbosa de esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designa con la palabra atención. Es más que probable que no se me entienda; pero temo, en verdad, que no haya manera posible de proporcionar a la inteligencia del lector corriente una idea adecuada de esa nerviosa intensidad del interés con que en mi caso las facultades de meditación (por no emplear términos técnicos) actuaban y se sumían en la contemplación de los objetos del universo, aun de los más comunes.
Reflexionar largas horas, infatigable, con la atención clavada en alguna nota trivial, al margen de un libro o en su tipografía; pasar la mayor parte de un día de verano absorto en una sombra extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perderme durante toda una noche en la observación de la tranquila llama de una lámpara o los rescoldos del fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetir monótonamente alguna palabra común hasta que el sonido, por obra de la frecuente repetición, dejaba de suscitar idea alguna en la mente; perder todo sentido de movimiento o de existencia física gracias a una absoluta y obstinada quietud, largo tiempo prolongada; tales eran algunas de las extravagancias más comunes y menos perniciosas provocadas por un estado de las facultades mentales, no único, por cierto, pero sí capaz de desafiar todo análisis o explicación.
Mas no se me entienda mal. La excesiva, intensa y mórbida atención así excitada por objetos triviales en sí mismos no debe confundirse con la tendencia a la meditación, común a todos los hombres, y que se da especialmente en las personas de imaginación ardiente. Tampoco era, como pudo suponerse al principio, un estado agudo o una exageración de esa tendencia, sino primaria y esencialmente distinta, diferente. En un caso, el soñador o el fanático, interesado en un objeto habitualmente no trivial, lo pierde de vista poco a poco en una multitud de deducciones y sugerencias que de él proceden, hasta que, al final de un ensueño colmado a menudo de voluptuosidad, el incitamentum o primera causa de sus meditaciones desaparece en un completo olvido. En mi caso, el objeto primario era invariablemente trivial, aunque asumiera, a través del intermedio de mi visión perturbada, una importancia refleja, irreal. Pocas deducciones, si es que aparecía alguna, surgían, y esas pocas retornaban tercamente al objeto original como a su centro. Las meditaciones nunca eran placenteras, y al cabo del ensueño, la primera causa, lejos de estar fuera de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmente exagerado que constituía el rasgo dominante del mal. En una palabra: las facultades mentales más ejercidas en mi caso eran, como ya lo he dicho, las de la atención, mientras en el soñador son las de la especulación.
Mis libros, en esa época, si no servían en realidad para irritar el trastorno, participaban ampliamente, como se comprenderá, por su naturaleza imaginativa e inconexa, de las características peculiares del trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado del noble italiano Coelius Secundus Curio De Amplitudine Beati Regni dei, la gran obra de San Agustín La ciudad de Dios, y la de Tertuliano, De Carne Christi, cuya paradójica sentencia: Mortuus est Dei filius; credibili est quia ineptum est: et sepultus resurrexit; certum est quia impossibili est, ocupó mi tiempo íntegro durante muchas semanas de laboriosa e inútil investigación.
Se verá, pues, que, arrancada de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón semejaba a ese risco marino del cual habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los ataques de la violencia humana y la feroz furia de las aguas y los vientos, pero temblaba al contacto de la flor llamada asfódelo. Y aunque para un observador descuidado pueda parecer fuera de duda que la alteración producida en la condición moral de Berenice por su desventurada enfermedad me brindaría muchos objetos para el ejercicio de esa intensa y anormal meditación, cuya naturaleza me ha costado cierto trabajo explicar, en modo alguno era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, su calamidad me daba pena, y, muy conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditar con frecuencia, amargamente, en los prodigiosos medios por los cuales había llegado a producirse una revolución tan súbita y extraña. Pero estas reflexiones no participaban de la idiosincrasia de mi enfermedad, y eran semejantes a las que, en similares circunstancias, podían presentarse en el común de los hombres. Fiel a su propio carácter, mi trastorno se gozaba en los cambios menos importantes, pero más llamativos, operados en la constitución física de Berenice, en la singular y espantosa distorsión de su identidad personal.
En los días más brillantes de su belleza incomparable, seguramente no la amé. En la extraña anomalía de mi existencia, los sentimientos en mí nunca venían del corazón, y las pasiones siempre venían de la inteligencia. A través del alba gris, en las sombras entrelazadas del bosque a mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche, su imagen había flotado ante mis ojos y yo la había visto, no como una Berenice viva, palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra, terrenal, sino como su abstracción; no como una cosa para admirar, sino para analizar; no como un objeto de amor, sino como el tema de una especulación tan abstrusa cuanto inconexa. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sin embargo, lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me había amado largo tiempo, y, en un mal momento, le hablé de matrimonio.
Y al fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno -en uno de estos días intempestivamente cálidos, serenos y brumosos que son la nodriza de la hermosa Alción-, me senté, creyéndome solo, en el gabinete interior de la biblioteca. Pero alzando los ojos vi, ante mí, a Berenice.
¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la luz incierta, crepuscular del aposento, o los grises vestidos que envolvían su figura, los que le dieron un contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. No profirió una palabra y yo por nada del mundo hubiera sido capaz de pronunciar una sílaba. Un escalofrío helado recorrió mi cuerpo; me oprimió una sensación de intolerable ansiedad; una curiosidad devoradora invadió mi alma y, reclinándome en el asiento, permanecí un instante sin respirar, inmóvil, con los ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era excesiva, y ni un vestigio del ser primitivo asomaba en una sola línea del contorno. Mis ardorosas miradas cayeron, por fin, en su rostro.
La frente era alta, muy pálida, singularmente plácida; y el que en un tiempo fuera cabello de azabache caía parcialmente sobre ella sombreando las hundidas sienes con innumerables rizos, ahora de un rubio reluciente, que por su matiz fantástico discordaban por completo con la melancolía dominante de su rostro. Sus ojos no tenían vida ni brillo y parecían sin pupilas, y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa para contemplar los labios, finos y contraídos. Se entreabrieron, y en una sonrisa de expresión peculiar los dientes de la cambiada Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Ojalá nunca los hubiera visto o, después de verlos, hubiese muerto!
El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y, alzando la vista, vi que mi prima había salido del aposento. Pero del desordenado aposento de mi mente, ¡ay!, no había salido ni se apartaría el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni un punto en su superficie, ni una sombra en el esmalte, ni una melladura en el borde hubo en esa pasajera sonrisa que no se grabara a fuego en mi memoria. Los vi entonces con más claridad que un momento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí y allí y en todas partes, visibles y palpables, ante mí; largos, estrechos, blanquísimos, con los pálidos labios contrayéndose a su alrededor, como en el momento mismo en que habían empezado a distenderse. Entonces sobrevino toda la furia de mi monomanía y luché en vano contra su extraña e irresistible influencia. Entre los múltiples objetos del mundo exterior no tenía pensamientos sino para los dientes. Los ansiaba con un deseo frenético. Todos los otros asuntos y todos los diferentes intereses se absorbieron en una sola contemplación. Ellos, ellos eran los únicos presentes a mi mirada mental, y en su insustituible individualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual. Los observé a todas las luces. Les hice adoptar todas las actitudes. Examiné sus características. Estudié sus peculiaridades. Medité sobre su conformación. Reflexioné sobre el cambio de su naturaleza. Me estremecía al asignarles en imaginación un poder sensible y consciente, y aun, sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. Se ha dicho bien de mademoiselle Sallé que tous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice yo creía con la mayor seriedad que toutes ses dents étaient des idées. Des idées! ¡Ah, éste fue el insensato pensamiento que me destruyó! Des idées! ¡Ah, por eso era que los codiciaba tan locamente! Sentí que sólo su posesión podía devolverme la paz, restituyéndome a la razón.
Y la tarde cayó sobre mí, y vino la oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se acumularon y yo seguía inmóvil, sentado en aquel aposento solitario; y seguí sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible ascendiente como si, con la claridad más viva y más espantosa, flotara entre las cambiantes luces y sombras del recinto. Al fin, irrumpió en mis sueños un grito como de horror y consternación, y luego, tras una pausa, el sonido de turbadas voces, mezcladas con sordos lamentos de dolor y pena. Me levanté de mi asiento y, abriendo de par en par una de las puertas de la biblioteca, vi en la antecámara a una criada deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había tenido un acceso de epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la noche, la tumba estaba dispuesta para su ocupante y terminados los preparativos del entierro.
Me encontré sentado en la biblioteca y de nuevo solo. Me parecía que acababa de despertar de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde la puesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero del melancólico periodo intermedio no tenía conocimiento real o, por lo menos, definido. Sin embargo, su recuerdo estaba repleto de horror, horror más horrible por lo vago, terror más terrible por su ambigüedad. Era una página atroz en la historia de mi existencia, escrita toda con recuerdos oscuros, espantosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero en vano, mientras una y otra vez, como el espíritu de un sonido ausente, un agudo y penetrante grito de mujer parecía sonar en mis oídos. Yo había hecho algo. ¿Qué era? Me lo pregunté a mí mismo en voz alta, y los susurrantes ecos del aposento me respondieron: ¿Qué era?
En la mesa, a mi lado, ardía una lámpara, y había junto a ella una cajita. No tenía nada de notable, y la había visto a menudo, pues era propiedad del médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa, y por qué me estremecí al mirarla? Eran cosas que no merecían ser tenidas en cuenta, y mis ojos cayeron, al fin, en las abiertas páginas de un libro y en una frase subrayaba: Dicebant mihi sodales si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas. ¿Por qué, pues, al leerlas se me erizaron los cabellos y la sangre se congeló en mis venas?
Entonces sonó un ligero golpe en la puerta de la biblioteca; pálido como un habitante de la tumba, entró un criado de puntillas. Había en sus ojos un violento terror y me habló con voz trémula, ronca, ahogada. ¿Qué dijo? Oí algunas frases entrecortadas. Hablaba de un salvaje grito que había turbado el silencio de la noche, de la servidumbre reunida para buscar el origen del sonido, y su voz cobró un tono espeluznante, nítido, cuando me habló, susurrando, de una tumba violada, de un cadáver desfigurado, sin mortaja y que aún respiraba, aún palpitaba, aún vivía.
Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro, de sangre coagulada. No dije nada; me tomó suavemente la mano: tenía manchas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había contra la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un alarido salté hasta la mesa y me apoderé de la caja. Pero no pude abrirla, y en mi temblor se me deslizó de la mano, y cayó pesadamente, y se hizo añicos; y de entre ellos, entrechocándose, rodaron algunos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos objetos pequeños, blancos, marfilinos, que se desparramaron por el piso.
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- ¿Fue un sueño?, Guy de Maupassant
- ¿Fue un sueño?, Guy de Maupassant

¡La había amado locamente!
¿Por qué se ama? ¿Por qué se ama? Cuán extraño es ver un solo ser en el mundo, tener un solo pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo nombre en los labios... un nombre que asciende continuamente, como el agua de un manantial, desde las profundidades del alma hasta los labios, un nombre que se repite una y otra vez, que se susurra incesantemente, en todas partes, como una plegaria.Voy a contaros nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una, que es siempre la misma. La conocí y viví de su ternura, de sus caricias, de sus palabras, en sus brazos tan absolutamente envuelto, atado y absorbido por todo lo que procedía de ella, que no me importaba ya si era de día o de noche, ni si estaba muerto o vivo, en este nuestro antiguo mundo.Y luego ella murió. ¿Cómo? No lo sé; hace tiempo que no sé nada. Pero una noche llegó a casa muy mojada, porque estaba lloviendo intensamente, y al día siguiente tosía, y tosió durante una semana, y tuvo que guardar cama. No recuerdo ahora lo que ocurrió, pero los médicos llegaron, escribieron y se marcharon. Se compraron medicinas, y algunas mujeres se las hicieron beber. Sus manos estaban muy calientes, sus sienes ardían y sus ojos estaban brillantes y tristes. Cuando yo le hablaba me contestaba, pero no recuerdo lo que decíamos. ¡Lo he olvidado todo, todo, todo! Ella murió, y recuerdo perfectamente su leve, débil suspiro. La enfermera dijo: "¡Ah!" ¡y yo comprendí!¡Y yo comprendí! Me consultaron acerca del entierro pero no recuerdo nada de lo que dijeron, aunque sí recuerdo el ataúd y el sonido del martillo cuando clavaban la tapa, encerrándola a ella dentro. ¡Oh! ¡Dios mío!¡Dios mío!¡Ella estaba enterrada! ¡Enterrada! ¡Ella! ¡En aquel agujero! Vinieron algunas personas... mujeres amigas. Me marché de allí corriendo. Corrí y luego anduve a través de las calles, regresé a casa y al día siguiente emprendí un viaje.Ayer regresé a París, y cuando vi de nuevo mi habitación - nuestra habitación, nuestra cama, nuestros muebles, todo lo que queda de la vida de un ser humano después de su muerte -, me invadió tal oleada de nostalgia y de pesar, que sentí deseos de abrir la ventana y de arrojarme a la calle. No podía permanecer ya entre aquellas cosas, entre aquellas paredes que la habían encerrado y la habían cobijado, que conservaban un millar de átomos de ella, de su piel y de su aliento, en sus imperceptibles grietas. Cogí mi sombrero para marcharme, y antes de llegar a la puerta pasé junto al gran espejo del vestíbulo, el espejo que ella había colocado allí para poder contemplarse todos los días de la cabeza a los pies, en el momento de salir, para ver si lo que llevaba le caía bien, y era lindo, desde sus pequeños zapatos hasta su sombrero.Me detuve delante de aquel espejo en el cual se había contemplado ella tantas veces... tantas veces, tantas veces, que el espejo tendría que haber conservado su imagen. Estaba allí de pie, temblando, con los ojos clavados en el cristal - en aquel liso, enorme, vacío cristal - que la había contenido por entero y la había poseído tanto como yo, tanto como mis apasionadas miradas. Sentí como si amara a aquel cristal. Lo toqué; estaba frío. ¡Oh, el recuerdo! ¡Triste espejo, ardiente espejo, horrible espejo, que haces sufrir tales tormentos a los hombres! ¡Dichoso el hombre cuyo corazón olvida todo lo que ha contenido, todo lo que ha pasado delante de él, todo lo que se ha mirado a sí mismo en él o ha sido reflejado en su afecto, en su amor! ¡Cuánto sufro!Me marché sin saberlo, sin desearlo, hacia el cementerio. Encontré su sencilla tumba, una cruz de mármol blanco, con esta breve inscripción:

"Amó, fue amada, y murió."

¡Ella está ahí debajo, descompuesta! ¡Qué horrible! Sollocé con la frente apoyada en el suelo, y permanecí allí mucho tiempo, mucho tiempo. Luego vi que estaba oscureciendo, y un extraño y loco deseo, el deseo de un amante desesperado, me invadió. Deseé pasar la noche, la última noche, llorando sobre su tumba. Pero podían verme y echarme del cementerio. ¿Qué hacer? Buscando una solución, me puse en pie y empecé a vagabundear por aquella ciudad de la muerte. Anduve y anduve. Qué pequeña es esta ciudad comparada con la otra, la ciudad en la cual vivimos. Y, sin embargo, no son muchos más numerosos los muertos que los vivos. Nosotros necesitamos grandes casas, anchas calles y mucho espacio para las cuatro generaciones que ven la luz del día al mismo tiempo, beber agua del manantial y vino de las vides, y comer pan de las llanuras.¡Y para todas estas generaciones de los muertos, para todos los muertos que nos han precedido, aquí no hay apenas nada, apenas nada! La tierra se los lleva, y el olvido los borra. ¡Adiós!Al final del cementerio, me di cuenta repentinamente de que estaba en la parte más antigua, donde los que murieron hace tiempo están mezclados con la tierra, donde las propias cruces están podridas, donde posiblemente enterrarán a los que lleguen mañana. Está llena de rosales que nadie cuida, de altos y oscuros cipreses; un triste y hermoso jardín alimentado con carne humana.Yo estaba solo, completamente solo. De modo que me acurruqué debajo de un árbol y me escondí entre las frondosas y sombrías ramas. Esperé, agarrándome al tronco como un náufrago se agarra a una tabla.Cuando la luz diurna desapareció del todo, abandoné el refugio y eché a andar suavemente, lentamente, silenciosamente, hacia aquel terreno lleno de muertos. Anduve de un lado para otro, pero no conseguí encontrar de nuevo la tumba de mi amada. Avancé con los brazos extendidos, chocando contra las tumbas con mis manos, mis pies, mis rodillas, mi pecho, incluso con mi cabeza, sin conseguir encontrarla. Anduve a tientas como un ciego buscando su camino. Toqué las lápidas, las cruces, las verjas de hierro, las coronas de metal y las coronas de flores marchitas. Leí los nombres con mis dedos pasándolos por encima de las letras. ¡Qué noche! ¡Qué noche! ¡Y no pude encontrarla!No había luna. ¡Qué noche! Estaba asustado, terriblemente asustado, en aquellos angostos senderos entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Sólo Tumbas! A mi derecha, a la izquierda, delante de mí, a mi alrededor, en todas partes había tumbas. Me senté en una de ellas, ya que no podía seguir andando. Mis rodillas empezaron a doblarse. ¡Pude oír los latidos de mi corazón! Y oí algo más. ¿Qué? Un ruido confuso, indefinible. ¿Estaba el ruido en mi cabeza, en la impenetrable noche, o debajo de la misteriosa tierra, la tierra sembrada de cadáveres humanos? Miré a mi alrededor, pero no puedo decir cuánto tiempo permanecí allí. Estaba paralizado de terror, helado de espanto, dispuesto a morir.Súbitamente, tuve la impresión de que la losa de mármol sobre la cual estaba sentado se estaba moviendo. Se estaba moviendo, desde luego, como si alguien tratara de levantarla. Di un salto que me llevó hasta una tumba vecina, y vi, sí, vi claramente como se levantaba la losa sobre la cual estaba sentado. Luego apareció el muerto, un esqueleto desnudo, empujando la losa desde abajo con su encorvada espalda. Lo vi claramente, a pesar de que la noche estaba oscura. En la cruz pude leer:

"Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Amó a su familia, fue bueno y honrado y murió en la gracia de Dios."

El muerto leyó también lo que había escrito en la lápida. Luego cogió una piedra del sendero, una piedra pequeña y puntiaguda, y empezó a rascar las letras con sumo cuidado. Las borró lentamente, y con las cuencas de sus ojos contempló el lugar donde habían estado grabadas. A continuación con la punta del hueso de lo que había sido su dedo índice, escribió en letras luminosas, como las líneas que los chiquillos trazan en las paredes con una piedra de fósforo:

"Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Mató a su padre a disgustos, porque deseaba heredar su fortuna; torturó a su esposa, atormentó a sus hijos, engañó a sus vecinos, robó todo lo que pudo, y murió en pecado mortal."

Cuando hubo terminado de escribir, el muerto se quedó inmóvil, contemplando su obra. Al mirar a mi alrededor vi que todas las tumbas estaban abiertas, que todos los muertos habían salido de ellas y que todos habían borrado las líneas que sus parientes habían grabado en las lápidas, sustituyéndolas por la verdad. Y vi que todos habían sido atormentadores de sus vecinos, maliciosos, deshonestos, hipócritas, embusteros, ruines, calumniadores, envidiosos; que habían robado, engañado, y habían cometido los peores delitos; aquellos buenos padres, aquellas fieles esposas, aquellos hijos devotos, aquellas hijas castas, aquellos honrados comerciantes, aquellos hombres y mujeres que fueron llamados irreprochables. Todos ellos estaban escribiendo al mismo tiempo la verdad, la terrible y sagrada verdad, la cual todo el mundo ignoraba, o fingía ignorar, mientras estaban vivos.Pensé que también ella había escrito algo en su tumba. Y ahora, corriendo sin miedo entre los ataúdes medio abiertos, entre los cadáveres y esqueletos, fui hacia ella, convencido que la encontraría inmediatamente. La reconocí al instante sin ver su rostro, el cual estaba cubierto por un velo negro; y en la cruz de mármol donde poco antes había leído:Amó, fue amada, y murió.ahora leí:

"Habiendo salido un día de lluvia para engañar a su amante, pilló una pulmonía y murió."

Parece que me encontraron al romper el día, tendido sobre la tumba, sin conocimiento.




Edgar Allan Poe